Una tarde de invierno

 A estas alturas ya es oficial, medio mundo está paralizado por el corona virus y aún no sabemos en qué acabará.
 Y eso me hace pensar en lo pequeños y frágiles que somos, ante la enfermedad no existe distinción.
Todos somos iguales.
Aunque tantas veces se nos olvida y nos creemos invencibles, cargados de egos y orgullo, intentando destacar, ser el más guapo, el más listo, el que más éxito tiene.
Hasta que algo así nos devuelve los pies a la tierra.
Casualmente yo también tuve que parar hace unos días debido a mis contracturas musculares. Eso me ha llevado a leer más, no hay mal que por bien no venga.
En una semana comienza la primavera y a mí la primavera siempre me huele a libros y a flores. Y a ilusión.
Ojalá esta traiga mejores augurios.
Para despedir el invierno os comparto este pequeño relato que me salió de un tirón mientras leía un precioso cuento de Ana María Matute, Sólo un pie descalzo. 
Fue leer una frase y traer a mi memoria aquellas tardes de invierno en casa, donde tanto se podía hacer, con aburrimiento incluido algo imprescindible para desarrollar la imaginación y la creatividad.
En aquellas tardes aparentemente no pasaba nada y sin embargo pasaba de todo, sucedía la VIDA, con mayúsculas.
Espero que os guste y que en mi próxima publicación tengamos mejores noticias. Aunque el panorama no es muy alentador.
Gracias por leerme.






Una tarde de invierno 

Hacia las cuatro y media de la tarde las tres hermanas volvían a casa de la escuela.
La cocina de leña crepitaba y mamá las esperaba preparando buñuelos de viento y calentando las zapatillas.
El último tramo a casa lo hacían corriendo, improvisando una pequeña carrera.
Y Teresa, la mediana y también la más veloz, casi siempre era la ganadora.
- ¡ No es justo !- protestaba la pequeña María, incapaz de llegar la primera, pues sus piernas lógicamente eran más cortas.
- No te aflijas, estoy segura que mamá guarda su beso más dulce para ti- la consolaba Elena como buena hermana mayor.
Cuando estas dos últimas entraron en casa Teresa ya se había puesto las zapatillas y contemplaba con glotonería como su madre freía los buñuelos.
Parecían esponjas navegando por el aceite humeante.
Toda la casa olía dulce, olía a leche con canela, donde mamá Sofía bañaría los buñuelos una vez fritos.
Elena ayudó a María a desatar los cordones de los zapatos,  aquellos imposibles zapatos colegiales que tanto daño le hacían en sus piececitos. Y le puso las zapatillas.
Cuando las esponjas estuvieron listas y bien empapadas las niñas se sentaron a merendar.
Mamá Sofía colocó la fuente en el centro de la mesa y les advirtió:
-Tened cuidado, están muy calientes.
Pero antes de que terminara de pronunciar estas palabras Teresa ya se había quemado  la lengua.
- No tienes remedio hija mía- dijo Sofía mientras sus otras pequeñas y ella se reían al unísono. Porque la cara de Teresa era todo un poema.
Para calmar la quemazón esta bebió con ansia su tazón de leche, cuánto le gustaba, y en pocos segundos un gran bigote blanco aparecía en su carita sonrosada.
De nuevo todas se echaron a reír.
Cuando recuperaron la calma merendaron con alegría los riquísimos buñuelos, no quedó ni uno.
Afuera llovía a cántaros y mamá Sofía pensaba que ni todo el oro del mundo pagaría aquella tarde de invierno. Aquella felicidad que guardaría para siempre en su corazón.


María José




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