Antes de que se me olvide

 El fantasma del olvido avanza implacable, el médico me lo ha confirmado. Por eso he decidido escribir, antes de que ya no recuerde nada. Antes de que esta maldita enfermedad silenciosa me lleve consigo. Juro que ahora mismo no recuerdo lo que he desayunado esta mañana y sin embargo, recuerdo perfectamente la casa de mi bisabuela Concha, será porque me he puesto a mirar las fotos de mi madre y en la caja, he encontrado su rosario. Aquel con el que acudía a misa todos los domingos y fiestas de guardar. 

Qué curiosa la memoria, cómo juega a su antojo con nosotros. 

Mientras escribo vuelvo a ser el Antonio niño, tímido, callado y observador. Quizá por eso recuerdo tantos detalles de aquel lugar que entonces me parecía mágico. 

La casa era bastante grande, de piedra, con tejado de pizarra y majestuoso corredor, donde el maíz secaba colgado en riestras. Y yo, que quería ser pirata, me imaginaba que aquello eran panales de oro, brillando incesantes bajo el sol otoñal. 

La bisabuela Concha vestía siempre de negro, como en un luto permanente, bebía café puro que preparaba con un colador de tela al que en Asturias llamamos pucho. De sol a sol trabajaba aquella tierra heredada, la llevaba en la sangre, como el ADN. Nunca se ponía enferma, si se cortaba con la guadaña ella misma se curaba. Tomaba infusión de manzanilla, amarga, recogida de su propia huerta, aquel mar de hierba por el que tantas veces corrí libremente. Cuánto me gustaba subirme al balagar, podía ser lo que yo quisiera desde allá arriba. 

Qué sencilla era la vida de entonces.  

Cuando me aburría buscaba tesoros en los cajones, un viejo reloj, una llave oxidada, clavos, sellos, cualquier cosa servía para despertar mi gran imaginación. A veces metía los objetos en alguna lata vacía y la enterraba bajo el castaño, para luego organizar una búsqueda con mi pandilla. 

Daría lo que fuera por un tazón de chocolate con la leche recién ordeñada, y que la bisabuela Concha me dijera una vez más:

- Cómo me recuerdas a mi Alfonso, cuánto te pareces a él. 

Al bisabuelo no lo conocí, pero parecía siempre observarme desde el retrato de boda, cada vez que atravesaba la gran sala oscura que miraba al mar. 

Cuando había tormenta solía dormir la siesta acunado por el sonido de la máquina de coser, una auténtica singer. Algunos días no tenía sueño y  me entretenía dibujando sombras en la pared, porque entonces la oscuridad era mayor que ahora y mi lámpara, una palmatoria de cerámica. Ya dormido, y en medio de alguna de mis aventuras, el gran reloj de péndulo me despertaba, siempre lo hacía. Ojalá lo hiciese ahora.

A lo mejor nadie me lee, pero por si acaso, escribo, antes de que se me olvide. 








María José 


Comentarios

  1. Muchas gracias, la verdad que me encantó escribir este relato, inspirado en alguien muy cercano.

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