Mi cuento de Navidad


Este no es un cuento de Navidad, este es mi cuento de Navidad. Me llamo Nicolás, nací el 6 de diciembre de 2012, de ahí mi nombre. En nuestra familia hubo siempre la tradición de bautizar según la onomástica. Menos mal que no nací el día de San Pancracio, imagínate. 
Fui un niño muy feliz, hijo de padres que aún se miraban con amor verdadero tras años de matrimonio, y con una hermana dos años menor a la que quería y quiero con locura. Zoe llegó con síndrome de Down, algo que para mí es puramente anecdótico. Ese cromosoma de más quizá sea también el responsable de su magia. 
El año en que cumplí ocho la Navidad fue muy diferente, nunca olvidaré el diciembre de 2020. Aquel año no pude celebrar el cumpleaños con mis mejores amigos. Un maldito virus irrumpió en nuestras pequeñas vidas. Al principio parecía que no llegaría a nosotros, había comenzado en China y lo veíamos tan lejano, pero vaya si llegó. 
La vida que hasta entonces conocimos cambió de forma irremediable. Estuvimos casi tres meses sin poder salir de casa, siguiendo el curso escolar vía on line. Las ventanas se llenaron de arco iris infantiles, y de música. Las terrazas y balcones se convirtieron en improvisados escenarios. La cultura nos salvó. 
Lo que más eché de menos fueron las tardes en el parque, los revolcones en la hierba, los abrazos. Y mira que mamá hizo de todo para mantenernos entretenidos a mi hermana y a mí, hasta aprendimos a preparar pan. Tenemos la mejor madre del mundo. Por eso estoy tan seguro de que será una abuela en toda regla, entrañable, consentidora y con las manos de manera habitual en la masa. 
Tras el tiempo de encierro llegó el verano y pudimos salir, con precauciones eso sí, aunque no todos las siguieron de igual manera. Y el virus, con la llegada del otoño,  siguió siendo una amenaza. Volvimos al cole con la compañía inseparable de mascarilla y gel hidroalcohólico. A pesar de todo, lo lo llevábamos bien. Qué gran capacidad de adaptación tenemos siendo niños, me pregunto por qué la descuidamos de mayores. 
Como quien no quiere la cosa llegó la Navidad, y justo un día antes de Nochebuena dos niños de mi clase dieron positivo en coronavirus. Eso significó que todos los compañeros tuvimos que pasar diez días sin salir de casa, sin más contacto que nuestros padres. Ahí fue cuando me entró el pánico, no podría entregar mi carta al príncipe Aliatar, que pasaría por nuestro pueblo el día 25, y los Reyes Magos no sabrían que lo único que les pedía era un patinete eléctrico. Pero eso no era lo peor, Zoe tampoco podría entregar la suya, mi hermanita, mi debilidad. Ella había pedido un disfraz de la princesa Elsa. 
Papá trató de animarnos diciendo que él llevaría las cartas, pero yo estaba convencido de que si no la entregábamos en persona no veríamos nuestros regalos. Pasé la Nochebuena llorando, mamá ya no sabía cómo consolarme y Zoe me miraba como si yo fuese un extraterrestre. 
-No tores, Mico- decía convencida, examinándome con sus ojos almendrados, y aquella lengua de trapo. 
Al final acabé rendido de tanto llanto y dormí hasta bien entrada la mañana del 25. Papá Noel nos dejó un regalo a Zoe y a mí en casa de los abuelos. Nunca le pedíamos nada, ellos lo hacían por nosotros. Papá fue a recogerlos, ya que no pudimos juntarnos como nos hubiese gustado. Cómo eché de menos los besos de la abuela Ángeles-aún lo hago- sabían a rosquillas de anís y azúcar. 
Siempre he sido de los Reyes, y mi favorito,  Melchor. Cuando tenía seis años lo pude ver por primer vez, mientras dejaba el tren musical al lado de mi cama. Mamá insiste en que fue un sueño, pero sé que lo vi con mis propios ojos. Al abandonar la habitación, un halo de polvo de oro flotaba en el aire. Fue mágico, y lo viví, créeme. 
Había dejado mi relato en el día 25 de diciembre de 2020 ¿ verdad? 
Me pasé los días sucesivos intentando trazar un plan para poder entregar las cartas, pero por más que pensaba no se me ocurría nada. Hasta que, en o mañana del tres de enero, todo cambió gracias a Zoe. A ella le encantaba que yo inventara historias. Solíamos subir al desván, disfrazarnos y adentrarnos en nuestro propio mundo. Así lo quiso aquel día,  y así lo hicimos. Zoe se disfrazó de ángel, aunque ya lo era, y me pidió que yo fuera Melchor. Una vieja alfombra persa sirvió de capa. Pesaba demasiado para un niño, pero aguanté el tipo. Con una barba del carnaval anterior logré parecerme a su majestad, y poco a poco me fui metiendo de lleno en el papel. Fue entonces cuando Zoe dijo que ojalá el auténtico Melchor nos escuchara y viniese a por nuestras cartas. Dicho y hecho. Una nube de polvo nos envolvió, dejándonos ciegos por un momento, y, al disiparse...¡ el mismísimo Melchor en persona!
Todavía me entran escalofríos al recordarlo. Qué mirada tan limpia, como si la inocencia de todos los niños del mundo se viera reflejada en ella. 
No pudimos articular palabra. Su majestad pidió que le entregásemos las correspondencia,  y aseveró que tenía mucha prisa, que quedaba poco para la gran noche y el trabajo se acumulaba. Nos hizo prometer que siempre conservaríamos un corazón noble, un corazón de niño. Cuando desapareció volví a ver el polvo de oro, Zoe también lo vio.
Querido hijo, mientras te abrías paso para venir al mundo en la habitación contigua, he escrito esto. Para que nunca pierdas la esperanza, ni la ilusión. Para que creas en la magia, y encuentres la luz en todas las tormentas de tu vida, grandes o pequeñas. 
Hoy, 26 de diciembre de 2050, me convierto en tu padre. 
Bienvenido, pequeño Esteban. 



 



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